jueves, 8 de marzo de 2012

GRAN CUARESMA

Comenzamos en estos días la Gran Cuaresma, tiempo litúrgico que se define como preparación de la Pascua, fiesta que a su vez celebra el misterio más importante de nuestra fe cristiana: la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En el tiempo cuaresmal, establecido sabiamente por la Iglesia desde muy antiguo, se nos invita a intensificar nuestra vinculación con Cristo mediante la oración, el ayuno y la limosna. La Cuaresma incluye unas normas de la Iglesia y ha creado en el pueblo cristiano una tradición, unas costumbres más o menos arraigadas. Pero lo más importante no son las normas en sí, que pudieran vivirse por algunas personas vacía y además rígidamente, ni tampoco la tradición, que en todos nos genera un apego que conviene revisar de vez en cuando. Lo realmente importante es el sentido teológico y el fundamento antropológico de las prácticas cuaresmales. El sentido –decimos– es actualizar nuestro amor a Cristo, renovar nuestra identificación con Él, llegando a participar del gozo de su Resurrección a través de la participación en su Muerte.
Y el sentido antropológico se puede explicar también, recordando previamente que estas prácticas no son exclusivas del cristianismo, ni mucho menos. Las encontramos por ejemplo en el islam, bajo la forma de “salat”, “mes del Ramadán” y “zakat”, tres de los llamados “pilares” de esta religión. Lo que la oración, al ayuno y la limosna tienen de común es que buscan, cada una por su lado, la restitución del hombre auténtico frente a todas las degradaciones o corrupciones que se introducen en él, la superación de todo aquello que constituye lo que los cristianos llamamos el “pecado”. La oración tiene por finalidad el que hombre vuelva a Dios su creador, en quien encuentra el fundamento y fin de su existencia. El hombre que vive apartado de Dios, obcecado en sí mismo, no se hallará paradójicamente a sí mismo, tendrá una visión de sí mismo distorsionada, por no decir falsa. El ayuno tiene por finalidad fomentar el autodominio, el control de las tendencias corporales. Cuando renunciamos a algo de nuestra comida o bebida o, en general, a algo que nos gusta, nos reafirmamos a nosotros mismos como seres personales y soberanos. El hombre que vive, como dice la Sagrada Escritura (particularmente San Pablo), “en la carne”, se reduce a sí mismo a ser un manojo de deseos, algo desparramado e informe. La limosna, por su parte, nos recuerda sencillamente que los demás existen y que tienen a veces graves necesidades. La limosna fomenta el desapego al dinero y a las cosas de este mundo, cosas que necesitamos, ciertamente, y de las que hemos de “usar”, pero sin poner nuestro corazón en ellas y comprendiendo que lo justo es su uso compartido. San Basilio de Cesarea nos recuerda además la distinción entre lo “necesario” y lo “superfluo”, el valor de la sobriedad. Desgraciadamente, vivimos en una sociedad del consumo que ha hecho de lo superfluo el motor de la misma economía. Tal vez la crisis actual nos ayude, por la fuerza de los hechos, por una sobriedad impuesta, a entender mejor esta distinción entre lo “necesario” y lo “superfluo” en nuestra propia vida.
Por supuesto, las tres dimensiones humanas están conectadas muy estrechamente. El que se vuelve hacia Dios, se encuentra a sí mismo, restablece su propio autodominio y equilibrio, y se encuentra con los hermanos, que no son ya unos ajenos tratados instrumentalmente, sino aquellos de los que dependo y que también dependen de mí, parte de mí mismo, pues “somos miembros los unos de los otros” (Romanos 12, 5). Lo primero es la vuelta a Dios, la entrega a Él. Por eso dice San Agustín: “tu Deo et tibi caro”, tú para Dios y la carne para ti. Cuando somos de Dios, entonces somos dueños de nosotros mismos y vivimos la comunión de unos con otros. Ni que decir tiene que en estas tres dimensiones encontramos ni más ni menos que la auténtica humanidad. Por eso que la Cuaresma, si se vive bien, no sólo nos cristifica sino que
también nos humaniza. Nos humaniza precisamente por cristificarnos: que para eso es Cristo el hombre perfecto.

Dr. Gregorio Moreno Pampliega.

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